(En homenaje a la flor silvestre, que una vez fue niña)
Mientras la luz del mediodía
descansa sobre las ramas de los abetos,
en la pendiente se escuchan pasos vacilantes y lentos, como si la
persona que recorriendo está el difícil trecho, llevara a cuestas una pesada
carga que le agobia.
Aunque el camino ya casi concluye y
se aprecia muy cerca la pequeña casucha, para la joven de mirada triste es el
sendero más largo y difícil que alguna vez pensara recorrer.
El silencio reinante se rompe por
momentos entre el rítmico trino de algún pájaro. La maloliente atmósfera de aquel lugar podía
percibirse en el ambiente, varias huellas marcadas a la entrada del rancho y un
olor penetrante a cigarro y licor. ¡Sus
captores, al fin se habían marchado!.
Daniela fatigada, muy débil, abrió
la puerta de la humilde habitación, tiró la gorra lejos dejando en libertad su
cabello castaño ensortijado y se quitó las botas militares. Sus pies estaban enrojecidos y con muchas
ampollas; respiró profundamente y miró la fecha en el almanaque que estaba
suspendido en la pared, hoy cumplía
dieciséis años. Tomó el pequeño álbum de
fotos familiares que había en su mochila tirada en un rincón y al mirar en las páginas amarillentas, dos
caritas sonrientes la hicieron pensar en su pasado.
Cerró los ojos por un breve instante
y un rictus de amargura se dibujó en sus labios que todavía parecían de
niña. Los recuerdos de la infancia
acudían a su memoria, como un desfile de fantasmas mudos, que danzaban
grotescos y burlones, tomados de la mano bajo la tenue luz de una lámpara de
kerosene y luego huían despavoridos entre cortinas de humo, ahuyentados por
risas infantiles y cantos de gorriones que plasmaron sus notas melodiosas, en
la sonrisa cálida de la abuela Isabel.
La brisa calurosa que se filtró
entre las grietas de la pared dañada, trajo del muladar cercano un olor añejo a
madera podrida, a cigarros y a tufo.
El delicado roce de la cola de
Peggi, su consentida gata parda, ronroneando
feliz, sobándose en sus piernas,
la hizo volver a la realidad. Tiro el álbum de fotos sobre la mochila,
mirándose al espejo levantó su camisa camuflada y con las manos temblorosas
frías, contemplando su vientre levemente abultado, dibujó en el, un corazón pequeño como si pretendiera que la frágil criatura que estaba en
gestación, lo mirara y sonriera.
Daniela era delgada y su vientre tan
pálido y tan suave, como los blancos pétales de una rosa escarchada de rocío.
Con agua fría, quiso borrar el
rastro de sus lágrimas y luego de servir
un poco de alimento en la vasija de Peggi, se tendió en el destartalado catre,
colocó la almohada sobre sus ojos y
nostálgicamente contempló sus recuerdos.
-“No me agrada que me peines
de trenzas”- Le decía Mariana su hermana menor, pero al mirar a través del espejo los gestos
ocurrentes y graciosos que ésta le hacía, no le quedaba otra alternativa que
reírse a carcajadas y olvidarse al menos por un lapso de tiempo, de su cabello
estrictamente peinado. Siempre era
igual, como un fiel ritual cada mañana, cuando se disponían a ir a la escuela;
pero a la hora de recreo Daniela tenía que resignarse cuando veía de lejos a Mariana, correr como un potrillo salvaje
con su melena alborotada al viento.
La escuela quedaba en un pueblo
cercano a la finca en donde residían. Había un camino corto, definido por
bellos cocoteros plantados frente a frente, que abanicaban sus hojas bajo la
suave brisa y todos se veían uniformados con los troncos pintados de blanco a
la misma altura de un metro.
Aquella pequeña vereda era como un
paraíso, el refugio ideal donde acudían pájaros arroceros, azulejos y
periquitos de pico amarillo.
La entrada al plantel estaba
enmarcada por amplios corredores de baldosas antiguas, limpias y relucientes,
decorados con macetas colgadas de orquídeas y helechos majestuosos que
inclinaban sus hojas delicadas y esbeltas, hasta los barandales, como haciendo
una venia de amistoso saludo a todos los alumnos que alegres conversaban,
dirigiéndose en fila hacia los salones.
Ante sus ojos, nublados y tristes
vio la mirada fría y prepotente de la rectora, con la nariz rojiza respingona y
gesto autoritario militar, parada muy erguida frente al estandarte tricolor,
entonando orgullosa, con la mano en el pecho, las extensas estrofas del himno
nacional.
La maestra Paulina…ese era su
nombre; la autoridad estricta, a quien todos con fervor respetaban: “Los
docentes, el cura, los padres de familia, el boticario y hasta el
jardinero”. Ella era inconmovible,
rígida, aunque tenía también su lado
vulnerable y por cierto, en el pueblo y regiones aledañas ya todos lo
sabían. Por alguna razón dice el adagio
de que “En pueblo chiquito, infierno grande”.
El secreto de la maestra Paulina
quedó expuesto frente a una gran parte de sus alumnos (por no decir de todos
ellos) cuando en cierta ocasión provocó un ataque de histeria colectiva: Ante
la tímida aparición de un pequeño ratoncillo que asomó sus barbitas temblorosas
por el cajón entreabierto de su escritorio, la maestra gritó con agudos
chillidos que se escucharon en todo el plantel.
El zapateo convulsivo de la rectora alertó a todos los estudiantes de su
clase, entonces se formó la algarabía, el patatús y el pánico; pero al
descubrir el motivo verdadero de todo este alboroto, surgieron estruendosas
carcajadas entre los alumnos.
El domingo siguiente después de
aquel suceso, la maestra un poco abochornada comprobó que todo el pueblo ya
estaba enterado, cuando al llegar a la iglesia y dirigirse al señor cura, el
hizo un gran intento en controlar su risa y antes de empezar la ceremonia, las
personas que allí estaban presentes, cuchicheaban entre ellas y reían.
Del lunes hasta el viernes para
Mariana y Daniela el día comenzaba a las
seis de la mañana, cuando sentían el aroma a café fresco y el canto matutino de
la abuela Isabel, era como el preludio de armonía familiar, la caricia
intangible pero segura que se manifiesta en pequeños detalles y hasta se
percibía en las nubes de humo que llenaban la cocina, cuando encendía el fogón
de leña.
Simón, el padre de Daniela y
Mariana, era un labrador dedicado y en constante comunión con la naturaleza. La mayor satisfacción que reflejaba su mirada coincidía con el tiempo de la
cosecha, entonces su semblante irradiaba felicidad, como si juntamente con las
pinceladas de bellos colores y olores cítricos y dulces que aromatizaban su
entorno y mudaban el aspecto del campo, también se transformara su hombre
interior renovando su vida. Aunque a
decir verdad, su padre pocas veces sonreía.
Debió ser muy difícil para el,
después de luchar contra la furia indomable del creciente río, fallar en el
intento de rescatar a su esposa.
¡Qué lejanas se muestran ahora
aquellas vivencias! El recuerdo de su madre Lucia, parece emerger de entre las
páginas de un bello cuento de hadas. Sus
grandes ojos negros se quedaron por siempre en su memoria, igual a los luceros
que resplandecen profundos y enigmáticos en las noches de luna llena. En aquel
tiempo Daniela veía todo desde otra
perspectiva, con la mirada de una niña tierna, inocente, feliz. ¡Pero era tan
grato verlos juntos! Para entonces su mayor anhelo consistía en cumplir quince
años. Ahora daría todo porque el tiempo
se hubiera detenido. ¡Como duele crecer!
Pensaba muchas veces, pero el crecer, también tiene sus beneficios. Así es la vida, indescriptiblemente extraña,
injusta y bella, aunque a veces laceran las heridas.
¿Será posible que nuestro ser
interno se logre transformar y embellecer con el dolor que causan las vivencias
amargas, así como en las ostras, la herida se transforma en una hermosa
perla? “El color de las cosas,
depende del cristal con que se miren” (reza una corta pero sabia
frase). Si las hondas heridas
embellecen, en las frías entrañas de mi patria, entre surcos inmensos de
violencia y tristeza, matizadas del ocre de la tierra, yacen ocultas muchas
perlas negras…esqueletos anónimos de niños, de mujeres y ancianos, de valientes
soldados, humildes campesinos, de guerrilleros y de hombres letrados.
¡Como duele crecer! Y en mi
sangrante patria ¡Como duele ser niño! Ser huérfano, ser viuda o desplazado y
sentirse como una ínfima hormiga ante el Goliat infame de la prepotencia.
En su niñez temprana, Daniela
nunca imaginó que fuera de su ámbito familiar, efervescia un mundo de violencia.
Cuando miraba atenta los ojos de su
padre, ella jamás vio en ellos un vestigio de odio, aunque después de la muerte
de su madre, llegó a comprender la frustración y enojo que lo convirtió en un
hombre diferente que buscaba en sus largas jornadas de trabajo, olvidar un poco
su tragedia. Algunas veces papá era un
tanto huraño, pero esto no le convertía en un mal padre. Las pequeñas estaban plenamente seguras del
amor que él les profesaba. En ocasiones
papá solía llamarlas “Mis Flores Blancas” y es que la candidez de sus
rostros serenos e inocentes, realmente le conmovía. Aunque distaba mucho de ser un hombre
intelectual, el poseía una belleza interna inextinguible.
Sin atreverse a expresarlo con
palabras, ella pensaba que su padre había envejecido prematuramente. Aunque aún
era un hombre joven cuando aquello sucedió, a partir de ese momento se vislumbraba
sobre sus hombros el peso de toda una vida.
Experiencias que dejaron una dolorosa huella en su alma, cincelando
heridas muy profundas.
Entre la austera soledad del
cuarto, Daniela no dejaba de pensar: ¡Si estuviera Mariana, todo sería distinto!
Ella tenía la magia, el toque angelical de transformar los momentos sencillos
cotidianos, en experiencias gratas.
Si estuviera Mariana, con sus
catorce años apenas por cumplir, ella sería su fuerza, la razón más valiosa
para hacer frente a la adversidad y al temor que le causaba su actual
condición.
Los inquietos pensamientos
invadían su mente, como trémulos pajarillos asustados, que no logran encontrar
un refugio seguro.
Una y otra vez veía entre sus sueños
el rostro inolvidable de su hermana, los hoyuelos pequeños definiendo con
gracia el candor de su risa y su cabello despeinado al viento enredado en las
hojas de los árboles, cuando subía en sus ramas para alcanzar los mangos
amarillos y curiosear de cerca, los nidos solitarios.
La tímida sonrisa dibujada en el
pálido rostro de la niña mujer, que tiritaba con escalofrío tendida boca arriba
sobre el vetusto catre, más que sonrisa, parecía una mueca, un gesto de dolor
perdido en el silencio, sin más testigo cerca, que Peggi, la consentida gata
parda que tierna ronroneaba recostada a sus pies.
Pensó en un episodio que nunca
olvidaría, la experiencia de su primera menstruación, cuando Mariana descubrió
la sábana manchada y asustada corrió hasta la cocina en busca de la
abuela. Todavía recuerda las pócimas
calientes de menta y de canela que ella le preparó y el cataplasma tibio de
laúdano alcoholado que colocó en su vientre.
Si estuviera Mariana, seguro
haría una broma al recordar y sin duda a sus pies, estaría ella en vez de
Peggi, brindándole una frase de alivio y esperanza, haciendo camisitas, gorras
y calcetines de sus enaguas viejas y buscándole un nombre gracioso y ocurrente
al futuro bebé.
Dos años han pasado, tan lentos y sombríos,
que quisiera arrancar de su memoria todos esos recuerdos, con la facilidad que
se desprenden las hojas desteñidas del almanaque de su habitación.
En aquel tiempo, todos en la
región estaban preocupados por el calor intenso y cuando a torrenciales la
lluvia desgajaba extensos platanales y el río embravecido inundaba las
viviendas paupérrimas, el calor no cesaba, a los estragos de la fuerte lluvia
se sumaban las nubes de mosquitos insaciables de sangre y las salamandras
sagaces y escurridizas, se ocultaban debajo de las almohadas para dormir tranquilas,
arrulladas por el goteo constante que provenía del techo de las húmedas casas,
emitiendo su lúgubre sonido al caer entre las ollas viejas de aluminio
esparcidas por el suelo.
Así fue aquel anochecer sombrío
de hace dos años atrás. Daniela cumplía
catorce años, la abuela y su padre bromeaban bajo la mirada suspicaz de la
pequeña Mariana, mientras en la cocina, iluminados por la tenue luz de una
lámpara de kerosene, todos se disponían a degustar el platillo especial que
para ésta ocasión con esmero y amor la abuela había preparado. Abruptamente
cinco hombres armados, con ropas camufladas y el rostro cubierto, irrumpieron
en el lugar. Todo pasó muy rápido;
podría decirse que en cuestión de segundos, sus vidas tomaron un rumbo
diferente. El que parecía ser el líder,
entre malévolas carcajadas dirigiéndose a los otros, dijo: -Tenemos carne
fresca… ¡Justo lo que necesitamos!.
Daniela y su hermana
fueron obligadas a unirse a ellos.
Mariana corrió
tratando de
escapar, cuando fue alcanzada por las mortales balas que acabaron con su vida.
Acto seguido los hombres regaron combustible y tomando la pequeña lámpara de
kerosene que estaba sobre la mesa, la tiraron para iniciar el devastador
incendio. El rostro de pánico de su
padre y su abuela, aún permanece en su memoria; desde entonces no los ha vuelto
a ver.
Dos años han pasado rasgando la
inocencia de su vida, de callado martirio, de violencia y terror, de sollozos
ahogados, de ilusiones marchitas y de noches febriles entre rastrojos húmedos
que albergaron cadáveres sin nombre, alimañas, serpientes y borrachos lascivos,
de violencia y de sexo.
Dos años anhelando que el tiempo se
hubiera detenido un día antes de su cumpleaños, cuando su padre recogía los
frutos y la abuela cuidaba su precioso jardín, mientras el exquisito aroma de
los naranjales coronados de flores, jugaba en su cabello y en las rígidas
trenzas de Mariana, adornadas con cintas de colores.
Dos años anhelando ir al colegio, al
cine y a la plaza; noches enteras recordando su cálida familia y la comida
recién preparada con sabor a laurel, cilantro y leña. Dos años dibujando entre sus sueños la
silueta delgada de la abuela, en el umbral lejano de su infancia, cuando tomada
de la mano de Mariana, se perdían entre risas y juegos infantiles, en el
sendero de los platanales.
Entre el ligero y apreciado
cúmulo de imágenes borrosas que esperaban ansiosas, les concediera un pensamiento breve, vio la
figura gentil y coqueta de
su amigo Manuel y el gesto sin igual y algo
nervioso retirando el mechón de su cabello que rebelde insistía en caer a su
frente. Pensó en ese momento que estaba
acariciando sus mejillas pecosas y hasta creyó perderse ilusionada en la mirada
verde de sus ojos. Una vez mas, quiso
sentir el roce de sus labios, volviendo a revivir el mágico momento que fue ese
primer beso… y luego la incontrolable risa de Mariana espiando oculta, tras el
inmenso tronco de un árbol marañón.
Siempre creyeron ser el uno para el
otro. Manuel tenía sus metas muy bien
definidas y su anhelo trazado a largo plazo era el de convertirse en
Arquitecto. Se conocían de toda la vida,
desde pequeños solían compartir la misma bicicleta, los libros de la escuela y
el anhelo común de que pronto llegara el día sábado en la tarde para irse de
pesca.
¿Qué será de papá? Siempre se
preguntaba, recordaba sus manos campesinas tan ásperas y fuertes como si
después de tantos años en contacto directo con la tierra, ella agradecida, se
propusiera recompensarle con parte de su gran vitalidad. Y recordó la frase con que el las consentía a
Mariana y a ella, papá solía llamarlas: “Mis Bellas Flores Blancas”.
Sobre el vetusto catre, Daniela sintió su frágil cuerpo flotando entre
las nubes y llegó hasta su oído el ronronear mimado y hechicero de su gatita
parda. Luego una luz sublime acarició su
frente y la canción de cuna que su madre cantaba, invadió las montañas
quedándose su eco en los nidos pequeños solitarios y posando sus notas en el
pálido vientre nacarado, como si pretendiera arrullar en su seno cristalino
marchito, al pequeño capullo que se
extingue, sin llegar a nacer.
Después de
algunos días a unas pocas cuadras de allí,
llegó un destacamento que
custodia fielmente toda aquella región.
Son jóvenes soldados que ingresaron al ejército hace muy poco tiempo y
entre ellos se ha difundido un rumor misterioso: “Hablan de un tal espanto
con ropa camuflada. Dicen que es una
joven de mirada sombría, de silueta espigada y hermosa cabellera castaña que
casi llega hasta su cintura”.
Algunos ya la han visto y todos en las noches, a pesar de ser hombres
muy valientes, oyen ruidos extraños y lamentos ahogados que los hace
temblar. Es tan cierta esta historia,
que cuando esto sucede los búhos también se asustan y a toda prisa, emprenden
el vuelo.
Muy cerca de este sitio, camino a la
cañada se escucha un arroyo pequeño y a
unos cuantos pasos, subiendo la pendiente, hay una región callada y enigmática,
donde una gata parda solitaria se pasea y por las noches ronronea con mucha
tristeza, como si dialogara con la luna y le contara que bajo el techo de la
vieja casita que desde allí se ve, yace
sin vida su apreciada amiga, como una
flor sin alma.
Aún permanece tirada en el rincón
la mochila olvidada y el álbum con las fotos familiares. El almanaque amarillento mudo, descansa
suspendido en la pared; impávido ha marcado la fecha exacta de ésta historia,
la historia de Daniela, la mujer niña que descansa inerte sobre el vetusto
catre abandonado y al mirarla parece
sonreír.
Austeros han pasado
los meses y los años, los absorbió la tierra cubriéndolos con lluvias y
veranos que transformaron su pesada marcha, dando a luz bellos árboles con
frutos suculentos de preciosos colores y sabor exquisito. Los pajarillos cantan, hay nuevas mariposas,
exóticas iguanas y ardillas con la cola espelucada, pasean tranquilamente por
allí.
Desde hace muchos meses, Simón el
labrador y la abuela Isabel, han visto con asombro que entre risas y cantos,
dos niñas se pasean tomadas de la mano por el sendero de los platanales, las
dos parecen ir rumbo a la escuela. A
veces correteando, la más pequeña arroja sobre el lecho del río, las cintas de
colores que sostienen sus trenzas y su cabello alborotado al viento, se enreda
entre las hojas y ramas de los árboles, cuando observa los nidos pequeñitos y
pretende coger mangos maduros. La otra
muy feliz, corriendo junto a ella, parece divertirse, en el fallido intento de
alcanzarla.
En la morada aquella, perdida y
solitaria, donde duerme Daniela para no despertar, el muladar cercano se vistió
de alegría y primavera. Dicen que han
escuchado a dos niñas cantar y la sonrisa tierna de un pequeño bebé, se esparce
con la brisa y traviesa se esconde entre las grietas de la pared raída de la
casita vieja.
Justo desde ese día que marca el almanaque que
se haya suspendido en la pared, despertaron tres flores primorosas, fragantes y
divinas, blancas como la nieve y las perlas de nácar que parecen sonrisas
brotando de una herida muy profunda en el fondo del mar.
“Coincidencia casual” ¿Quién lo
diría?
cccccccccccccccccccccc
“¡Tres Flores
Blancas en el Muladar!”
Marta Lilian Molano L
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